Opinión
 
 

El Perú no llegará a ser el país que soñamos si no hay un gran cambio en la educación, uno que reconozca de manera efectiva el irreemplazable papel del maestro.

Algunos días después de que, en 1957, Albert Camus recibiera la noticia de que se le había concedido el Premio Nobel, el novelista y filósofo francés escribió una bella carta a su maestro de escuela, el señor Germain en la que plasmó estas palabras: “He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza no hubiese sucedido nada de esto”.

Esta carta nos recuerda que hubo alguien, en algún momento remoto de nuestras vidas, que nos enseñó a escribir y a juntar nuestras primeras letras, a sumar y restar los números enteros, a reconocer la geometría y los colores de los objetos. Aquella persona fue además nuestro primer líder, un modelo a seguir. Nuestros padres depositaron en aquellos docentes la enorme responsabilidad de poner en forma nuestro lozano pensamiento y moldear los fundamentos de nuestro carácter.

Sin aquellas herramientas básicas, no habríamos sido capaces de construir el complejo y sutil conocimiento que desarrollamos y aplicamos. Sobre todo, olvidamos que fue una maestra o un maestro quien nos conectó emocionalmente con el mundo al abrirnos a su inmensa maravilla. Si me pidieran resumir en una sola frase cuál es objetivo último de la docencia, respondería con esta frase: “enseñar a soñar”. Mientras que el sentido común nos impone límites, la imaginación abre nuevos caminos ya que es la suma de un entendimiento cabal de las cosas más una gran capacidad para reinventarlas. Aquellos maestros que logran que sus discípulos puedan concebir esos sueños lúcidos que los llevan a ser mejores son los que inspiran, los memorables, y cuyos consejos guardamos como tesoros.

Quienes tenemos la gran dicha de ejercer la docencia lo hacemos basándonos en una fuerte confianza en la marcha del ser humano a través de la historia. Me refiero a la expectativa de que la generación que nos sucederá será mejor que la nuestra, que el mundo de nuestros hijos y de nuestros nietos será más justo, más próspero y más hermoso.

¿Cuánto apreciamos la tarea de los maestros? ¿Cuánto vale la confianza que en ellos depositamos? Estas son algunas preguntas que deberíamos plantearnos en el Día del Maestro, especialmente en un país en donde abundan las escuelas en ruinas, en el que niños de la Sierra y de la Selva alternan sus primeros estudios con los trabajos del campo, en el que muchos docentes se tienen que encargar de conseguir fondos e incluso utilizan sus propios recursos para contar con los materiales del aula. Gran parte de ese trabajo resulta siendo heroico y la pregunta que debemos hacernos es si acaso tal misión recibe el reconocimiento que merece.

El Perú no llegará a ser el país que soñamos si no hay un gran cambio en la educación, uno que reconozca de manera efectiva el irreemplazable papel del maestro. Que este día sea entonces de agradecimiento a quienes contribuyeron a formar nuestro espíritu, pero que sea también un día de reflexión sobre lo muy adeudados que estamos con ellos.

Artículo publicado en el Diario Gestión

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